REFLEXIONES DEL PASTOR
DOMINGO 28-4-2014
II DOMINGO DE PASCUA
¡SEÑOR, YO CREO!
Jn 20, 19 – 31
La Pascua es el tiempo litúrgico más importante en la vida de los creyentes, en la Iglesia y también para la vida de nuestro mundo. Cristo ha resucitado y su nueva ha sido derramada en nuestros corazones. Todos los que descubren y acogen esa vida en Cristo son capaces de vivir de otra manera.
Durante la Pascua celebraremos que el destino de los hombres y de las mujeres es vivir para siempre; la muerte no es el final de la vida humana. Esta es la experiencia que marcó el comienzo de la vida comunitaria de los primeros seguidores de Jesús y de su estilo de vida en todo el mundo. Es la experiencia que sigue marcando la existencia de estas comunidades en todos los países y en todas las culturas del planeta, aunque en cada lugar pueda tener unas concreciones diferentes.
Que ciertas cosas nos parezcan imposibles, porque siempre han sido de una determinada manera (mejor dicho, nosotros siempre las hemos visto realizar de esa manera), no deben dejarnos paralizados. Así nos sucede cuando leemos estos idearios del libro de los Hechos de los Apóstoles, y sabemos que hasta los religiosos de la actualidad encuentran dificultades para vivir estos ideales en su vida comunitaria.
Pero debemos fijarnos que, en el libro de los Hechos, a continuación de este pasaje leemos que Ananías y Safira se guardan parte de sus bienes. No era el compartir toda la práctica más habitual entre los primeros cristianos. Los comentaristas se ponen de acuerdo para decir que se trataba más bien de objetivos que se han de lograr que de preceptos morales que se deberán cumplir o de normas obligatorias para la organización y el buen funcionamiento de la vida comunitaria.
En la actualidad, tanto los religiosos de vida consagrada como los bautizados, ordenados o no, tenemos claro que la exigencia de la vida comunitaria – compartiendo lo que somos y tenemos – nace del mismo evangelio y es la única forma posible de vivir el seguimiento de Jesús.
Este seguimiento, nuestra relación con él en la oración y en los sacramentos, la convivencia entre hombres y mujeres en la sociedad que cada cual vivimos y la ayuda a los más débiles de esa sociedad nos van llevando a la comprensión de la vida como un proceso, siempre abierto, de búsqueda de mejores situaciones para todas las personas, aunque hay serias dificultades para lograrlo en todos los lugares y para toda la gente.
La fe en Jesús resucitado hay que ubicarla en este proceso de la vida que las personas y los pueblos de toda la tierra llamamos historia; que la vida, muerte y resurrección de Jesús, el hijo de Dios, ha convertido en historia de salvación y que por eso sus seguidores la vivimos con la esperanza de que un día llegará a ser la plenitud de todos los seres humanos.
La posibilidad de avanzar hacia la meta aumenta cuando el camino lo recorremos juntos y no dejamos a alguien atrás ni en los márgenes de este proceso común. Lo que sí es inevitable es que haya personas que quieran quedarse en algún recodo del camino, principalmente si en ese lugar hay de todo y se puede mirar a otro lado del que están las personas que carecen de lo mas indispensable para vivir.
Por eso, si queremos mostrar a otras personas que es en Cristo resucitado en quien tenemos puestas nuestra esperanza, no debemos nunca buscar refugio en posturas cómodas y autosuficientes, ni dedicarnos a liturgias ritualistas y sin vida.
Cuando Tomás pronuncia esta confesión de fe y se une así a la que el resto de los discípulos le habían comunicado, los creyentes comenzaron a comprender la importancia de vivir y compartir con la comunidad de fe.
La vida en comunidad es la que hace posible que los cristianos vivamos el gozo de la experiencia personal de la Pascua de Jesús: ¡Cristo vive! Él, que por amor a sus amigos ha ofrecido su vida en la cruz, ha resucitado. El hijo de Dios ha pasado de la muerte a la vida que ofrece gratuitamente a todos los que creemos en él.
Vivir esta experiencia según el relato de Juan que acabamos de proclamar va acompañado de lo que llamamos dones mesiánicos: la paz, el ser enviado por el Padre y prolongar así la misión de Jesús, el Espíritu Santo para la reconciliación. Todo ello recibe en este evangelio el nombre de bienaventuranza: felices los que crean sin haber visto.
Mis queridos hermanos, Jesús nos ha entregado su espíritu para que seamos instrumentos de reconciliación en todos nuestros ambientes familiares, grupales, eclesiales y sociales. Que todos ellos sean renovados por nuestra presencia y empuje, es decir, el saludo de la paz no es un saludo simbólico, es la realidad de un compromiso de todos nosotros fieles seguidores de Cristo resucitado.
+Roberto de Coro
@MonsLuckert