DOMINGO 26-01-2014
III DOMINGO TIEMPO ORDINARIO
HERMANOS SEPARADOS
Mt 4, 12 – 23
Durante estos días a partir del pasado 18 hasta el día 25 fiesta de la conversión de San Pablo se celebra en todas las Iglesias cristianas católicas y no católicas el Octavario por la Unión de los cristianos. De nuevo, a la vuelta de un año de nuevo se hablará de ecumenismo porque así estaba programado en el calendario litúrgico. Pero es de temer que el tema ecumenista tal y como se presenta de ordinario, oculta otra vez el auténtico problema de la unión de los cristianos en la vida misma y no solo en ritos y en doctrinas.
A pesar de todas las campañas, el movimiento ecuménico no consigue llegar a la conciencia del pueblo de Dios, a duras penas moviliza la oración de algunas almas sensibilizadas y el pensamiento de unos pocos teólogos especialistas en la materia. Entendido el ecumenismo a nivel de instituciones religiosas, esto es, como el problema del dialogo interconfesional y de la unión de las iglesias, no puede ser otra cosa para los fieles que un problema fronterizo y de importación en un país en el que todos nos llamamos católicos como es el caso de Venezuela.
La situación es muy distinta en aquellas naciones en la que las Iglesias y los fieles de diversos credos se ven confrontados permanentemente en la vida pública. Desde este punto de vista no tiene nada de extraño si los acontecimientos ecuménicos disminuyen en número y significación en Venezuela y otras naciones oficialmente católicas. El verdadero problema de la unión de los cristianos y la llaga en la que hay que poner el dedo no es un problema entre las Iglesias si no el problema de la división cada vez más notoria dentro de la misma iglesia católica. Pues la discordia se ha instalado entre nosotros que profesamos con los labios un mismo credo y hemos recibido un mismo bautismo, pero no tenemos ya un mismo pensar y sentir como pedía Pablo a los Corintios.
Hay entre nosotros partidos, sectas y capillismos, enfrentamientos manifiestos entre grupos que interpretan de manera muy distinta que hasta antagónica el mismo evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Y es natural que sea así, pues vivimos en un mundo dividido por intereses encontrados y por la lucha de clases que pasa también inevitablemente por la Iglesia. La división que padecemos y lamentamos es el resultado de un proceso de clarificación provocado por el juicio de Dios y su Palabra que es espada de dos filos.
Si el cristiano fuera un hombre de rezos y doctrinas y la Iglesia pudiera quedarse al margen de todas las contiendas humanas y de la historia de la emancipación de los hombres, podríamos seguir sin mayores compromisos con esa unidad variopinta en la que todos cabemos como en el arca de Noé. En este caso el explotador y el explotado llamarían a Dios “Padre nuestro” en una misma iglesia y después vivirían en el mundo como hermanos separados. Pero esto no es así en absoluto, pues la iglesia es comunidad de fe, y la fe sin obras es una fe muerta. Ahora bien ¿qué otra cosa es la obra de la fe si no la hermandad real y verdadera entre los hombres y la igualdad de los hijos de Dios?
La tarea más urgente sigue siendo la misma de todos los años y de todos los días: reconciliar primero y en cada uno de nosotros aquello que confesamos con los labios y que vivimos. Una fe consecuente que no se contenta con decir: “Señor, Señor” y no realiza la Palabra de Dios, es una fe que divide. Pero esta unión por la fe es el primer paso hacia la autentica unión de los cristianos en espíritu y en verdad para dar al Padre el culto que desea. Si el ecumenismo no fuera otra cosa que la pretensión de reunir a los cristianos en una Iglesia todavía mayor pero no más comprometida con la liberación de todos los oprimidos, habría que denunciarlo como un estúpido y perjudicial triunfalismo. La Iglesia nos une en el amor, la Iglesia nos une en el servicio, la Iglesia no excluye a nadie.
+Roberto de Coro
@MonsLuckert